domingo, enero 07, 2007

Año nuevo, vida nueva o no...

Aprovecho las nuevas intenciones, los buenos propósitos, y en fin, el año nuevo para copiar un texto de Azorín con el que estoy trabajando en clase y que me parece maravilloso. De Castilla, un libro de ensayos, extraigo estos fragmentos de "Las nubes":
Calixto y Melibea se casaron —como sabrá el lector si ha leído La Celestina— a pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían en el jardín. Se enamoró Calixto de la que después había de ser su mujer un día que entró en la huerta de Melibea persiguiendo un halcón. Hace de esto dieciocho años. Veintitrés tenía entonces Calixto. Viven ahora marido y mujer en la casa solariega de Melibea; una hija les nació, que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa. Desde la ancha solana que está a la puerta trasera de la casa se abarca toda la huerta en que Melibea y Calixto pasaban sus dulces coloquios de amor. La casa es ancha y rica; labrada escalera de piedra arranca de lo hondo del zaguán. Luego, arriba, hay salones vastos, apartadas y silenciosas camarillas, corredores penumbrosos, con una puertecilla de cuarterones en el fondo. Todo es paz y silencio en la casa. Melibea anda pasito por cámaras y corredores. Lo observa todo, ocurre a todo. Los armarios están repletos de nítida y bienoliente ropa, aromada por gruesos membrillos (…)
Todo lo previene y a todo ocurre la diligente Melibea; en todo pone sus dulces ojos verdes. De tarde en tarde, en el silencio de la casa, se escucha el lánguido y melodioso son de un clavicordio: es Alisa que tañe. Otras veces, por los viales de la huerta se ve escabullirse la figura alta y esbelta de una moza; es Alisa que pasea entre los árboles.
La huerta es amena y frondosa. Crecen las adelfas a par de los jazmineros; al pie de los cipreses inmutables ponen los rosales la ofrenda fugaz —como la vida— de sus rosas amarillas, blancas y bermejas (…) De la taza de mármol de una fuente cae deshilachada, en una franja, el agua.
En el aire se respira un penetrante aroma de jazmines, rosas y magnolias. “Ven por las paredes de mi huerto”, le dijo dulcemente Melibea a Calixto hace dieciocho años.
Calixto está en el solejar, sentado junto a uno de los balcones. Tiene el codo puesto en el brazo del sillón y la mejilla reclinada en la mano (…) Le adoran en la ciudad: le cuidan las manos solícitas de Melibea; ve continuada su estirpe, si no en un varón, al menos, por ahora, en una linda moza de viva inteligencia y bondadoso corazón. Y sin embargo, Calixto se halla absorto, con la cabeza reclinada en la mano.
No tiene Calixto nada que sentir del pasado; pasado y presente están para él al mismo rasero de bienandanza. Nada puede conturbarle ni entristecerle. Y sin embargo, Calixto, puesta la mano en la mejilla, mira pasar a lo lejos sobre el cielo azul las nubes.
Las nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como el mar— siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas (a las nubes) cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas –tan fugitivas- permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos, las miraron hace doscientos años, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros (...) La existencia, ¿que es sino un juego de nubes? Vivir es ver volver. Es ver volver todo en un retorno perdurable, eterno; ver volver todo. Las nubes son la imagen del tiempo. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta el Tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el porvenir?
En el jardín lleno de silencio se escucha el chiar de las rápidas golondrinas (…) Alisa se halla en el jardín sentada, con un libro en la mano (…) Los ojos de Alisa son verdes, como los de su madre (…) ¿Quién podría cantar la nitidez y sedosidad de sus manos? Pues de la dulzura de su habla, ¿cuántos loores no podríamos decir?
En el jardín todo es silencio y paz En lo alto de la solana, recostado sobre la barandilla, Calisto contempla estático a su hija. De pronto un halcón aparece, revolando rápida y violentamente por entre los árboles. Tras él, persiguiéndole todo agitado y descompuesto, surge un mancebo. Al llegar frente a Alisa se detiene absorto, sonríe y comienza a hablarle. Calixto lo ve desde el carasol y adivina sus palabras. Unas nubes redondas, blancas, pasan lentamente sobre el cielo azul en la lejanía.

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