martes, enero 23, 2007

Gabriel Miró y Antonio Machado

Estoy hablando a mis alumnos del Novecentismo, que es un movimiento literario y cultural que ocupó aproximadamente desde 1917 a 1923 y que incluye a Gabriel Miró, alicantino de pro, concretamente de Orihuela. Hoy uno de mis chicos, que se llama Gabriel, me ha contado que Miró es el tío-abuelo de su padre, y que él se llama Gabriel precisamente por el literato. Sí, ya sé que soy muy exagerada, pero se me ha puesto el vello de punta.
Y es que siempre me ha resultado muy fácil emocionarme. Sin embargo, he de decir que el cúmulo de sensaciones, emociones y sentimientos que he experimentado este fin de semana no parecen proceder de mi extrema sensibilidad, pues se han dado en más de una de nosotras. Es sorprendente que 17, 18 años después aún mantengamos la relación, pero es más sorprendente que comprobemos cómo son de fuertes los lazos que nos unen. Quien más y quien menos ha dejado caer una lagrimita, o a ha gritado más de la cuenta, o, al menos, ha suspirado este fin de semana, por no hablar de las que se tiran de la mesa para coger el totem, o era el zote?( ;p).No sé si la homenajeada habrá disfrutado, pero yo sí. Hacía mucho que no me reía tanto, que no bailaba tanto, por no hablar de las revelaciones, las confesiones, y en definitiva, y como dice María, los tejidos. Soy consciente también de mis meteduras de pata, si no por propio descubrimiento, por descubrimiento ajeno, pero para eso estamos, para descubrirnos también nuestras lagunas negras. Pido disculpas. Y pido, finalmente, la posibilidad, la probabilidad, la certeza de que se repita la experiencia de este fin de semana acompañadas, como hemos estado, por la presencia continua, al menos en mi cabeza, de los versos del enamorado sevillano en Campos de Castilla:
Allá en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo, azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.

domingo, enero 07, 2007

Año nuevo, vida nueva o no...

Aprovecho las nuevas intenciones, los buenos propósitos, y en fin, el año nuevo para copiar un texto de Azorín con el que estoy trabajando en clase y que me parece maravilloso. De Castilla, un libro de ensayos, extraigo estos fragmentos de "Las nubes":
Calixto y Melibea se casaron —como sabrá el lector si ha leído La Celestina— a pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían en el jardín. Se enamoró Calixto de la que después había de ser su mujer un día que entró en la huerta de Melibea persiguiendo un halcón. Hace de esto dieciocho años. Veintitrés tenía entonces Calixto. Viven ahora marido y mujer en la casa solariega de Melibea; una hija les nació, que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa. Desde la ancha solana que está a la puerta trasera de la casa se abarca toda la huerta en que Melibea y Calixto pasaban sus dulces coloquios de amor. La casa es ancha y rica; labrada escalera de piedra arranca de lo hondo del zaguán. Luego, arriba, hay salones vastos, apartadas y silenciosas camarillas, corredores penumbrosos, con una puertecilla de cuarterones en el fondo. Todo es paz y silencio en la casa. Melibea anda pasito por cámaras y corredores. Lo observa todo, ocurre a todo. Los armarios están repletos de nítida y bienoliente ropa, aromada por gruesos membrillos (…)
Todo lo previene y a todo ocurre la diligente Melibea; en todo pone sus dulces ojos verdes. De tarde en tarde, en el silencio de la casa, se escucha el lánguido y melodioso son de un clavicordio: es Alisa que tañe. Otras veces, por los viales de la huerta se ve escabullirse la figura alta y esbelta de una moza; es Alisa que pasea entre los árboles.
La huerta es amena y frondosa. Crecen las adelfas a par de los jazmineros; al pie de los cipreses inmutables ponen los rosales la ofrenda fugaz —como la vida— de sus rosas amarillas, blancas y bermejas (…) De la taza de mármol de una fuente cae deshilachada, en una franja, el agua.
En el aire se respira un penetrante aroma de jazmines, rosas y magnolias. “Ven por las paredes de mi huerto”, le dijo dulcemente Melibea a Calixto hace dieciocho años.
Calixto está en el solejar, sentado junto a uno de los balcones. Tiene el codo puesto en el brazo del sillón y la mejilla reclinada en la mano (…) Le adoran en la ciudad: le cuidan las manos solícitas de Melibea; ve continuada su estirpe, si no en un varón, al menos, por ahora, en una linda moza de viva inteligencia y bondadoso corazón. Y sin embargo, Calixto se halla absorto, con la cabeza reclinada en la mano.
No tiene Calixto nada que sentir del pasado; pasado y presente están para él al mismo rasero de bienandanza. Nada puede conturbarle ni entristecerle. Y sin embargo, Calixto, puesta la mano en la mejilla, mira pasar a lo lejos sobre el cielo azul las nubes.
Las nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como el mar— siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas (a las nubes) cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas –tan fugitivas- permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos, las miraron hace doscientos años, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros (...) La existencia, ¿que es sino un juego de nubes? Vivir es ver volver. Es ver volver todo en un retorno perdurable, eterno; ver volver todo. Las nubes son la imagen del tiempo. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta el Tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el porvenir?
En el jardín lleno de silencio se escucha el chiar de las rápidas golondrinas (…) Alisa se halla en el jardín sentada, con un libro en la mano (…) Los ojos de Alisa son verdes, como los de su madre (…) ¿Quién podría cantar la nitidez y sedosidad de sus manos? Pues de la dulzura de su habla, ¿cuántos loores no podríamos decir?
En el jardín todo es silencio y paz En lo alto de la solana, recostado sobre la barandilla, Calisto contempla estático a su hija. De pronto un halcón aparece, revolando rápida y violentamente por entre los árboles. Tras él, persiguiéndole todo agitado y descompuesto, surge un mancebo. Al llegar frente a Alisa se detiene absorto, sonríe y comienza a hablarle. Calixto lo ve desde el carasol y adivina sus palabras. Unas nubes redondas, blancas, pasan lentamente sobre el cielo azul en la lejanía.